Hasta en los lugares más abandonados, hasta en los momentos más solitarios, hasta cuando estamos trabajando en los sitios más aburridos, hasta allí se puede manifestar la grandeza de la vida. Depende de nosotros de darle un lugar al milagro.

CUENTOS BREVES

Era un lugar destartalado. Decían, dejado de la mano de Dios. Un piso grande, un ático abandonado al polvo y al archivo de documentos inclasificables. Las estanterías llegaban hasta el techo y unas al lado de las otras quedaban alineadas formando pasillos de soledad. La mayoría de las chicas sentían miedo de pasar media hora en el lugar, y llegaban y se marchaban. Demasiada oscuridad. Demasiado polvo. Demasiado silencio. Sólo una de ellas se atrevía a pasar largas horas de trabajo en el olvido. Allí, no entraba el aire. Todas las ventanas estaban tapiadas, excepto una que tenía una pequeña apertura. Y la joven lo sabía. Y por donde entra el aire es por donde entra la vida. Y hasta en la más absoluta oscuridad hay luz. Y en el silencio se escuchan las palabras del alma. Y la joven así lo sabía. Y llegada la hora, cada día, realizaba el mismo ritual: dejaba de trabajar, apagaba las bombillas y se adentraba en las entrañas del lugar. Con el respeto de un monje, se colocaba a cierta distancia de la ventana, se agazapaba y esperaba el momento: una luz pura, blanca e intacta que venía de la fuente acariciaba las viejas baldosas del suelo. Era hermoso. Era estelar. Allí, en medio de la nada surgía el milagro. La presencia de la luz del ser. El espíritu tomaba forma en la materia. Se mostraba por unos breves instantes. La joven rendía una reverencia. Se sentía bendecida. Tocada por la mano de Dios. Invadida por la luz.

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